La edad invisible

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La amistad no conoce de edades. Puedes fraguar una relación maravillosa con alguien de 23 años y tener también una muy especial con quien suma más de 70. Aprendemos de los niños, de los jóvenes y de los adultos tanto como nos lo permiten y crecemos como personas, recordando quienes fuimos y evocando aquello en lo que nos convertiremos.

Estos días he hablado con muchas amigas de esas que son mayores que yo de DNI, pero no de alma, y me han contado la invisibilidad que sufren a partir de determinada edad. Porque si el paso del tiempo es cruel con todos, se ceba con mayor acervo en las mujeres, a las que cada década nos desdibuja más ante la sociedad. Una reivindicación que han verbalizado grandes actrices que aseguran que a partir de los 50 no reciben papeles, pero que se visualiza en el escenario de cualquier trabajo, empresa u hogar.

Un día, de pronto, descubren que todos los atributos de los que estaban orgullosas, esos que reivindicaban su feminidad, comienzan a caer. Y lo esconden. Y los callan. No se habla de cómo con los años coleccionamos canas y kilos, del pelo que se pierde, de la menopausia ni de los dientes que se caen. No se habla de las miserias que nos dejan los años. A cambio tienen que escuchar frases como “tú tuviste que ser muy guapa cuando eras joven”, y no entienden con qué ojos las están mirando, porque siguen siéndolo, y más cada día. Ellas fingen que no pasa nada, caminan con unas caderas que ya no responden como antes y con dentaduras a medias, cuando lo que están deseando es correr hasta perder el aliento y darle un mordisco a la vida. En la mayoría de los casos no se quejan, no se enfadan, sonríen con la mirada triste, aunque nadie se lo note, y se calzan cada mañana su dignidad para que nada se desvanezca. A los hombres los años les hacen interesantes y a nosotras nos restan interés.

Mi madre, la mujer más preciosa del mundo, mi amiga, mi compañera de vida y mi confidente, me decía hace unas semanas que ella seguía sintiendo el latido de la chica de 20 años que se enamoró de mi padre y que se quería comer el mundo. Y yo, que rondo los 40, pensé que entre nosotras solo hay un salto, porque también sigo sintiendo el calor de la veinteañera que me habita. Esa que estará siempre conmigo, esa que es la adulta de nuestra particular metamorfosis y que dentro de dos décadas nos seguirá saludando como a Dorian Grey al otro lado del espejo.

En pleno movimiento de reivindicación feminista, nosotras, las que todavía no hemos llegado a sentir que el pulso se nos para, debemos respetarlas a ellas, darles visibilidad, recordarles lo importantes que son, lo maravilloso que hacen el mundo, lo mucho que las admiramos y lo hermosas que son por fuera, pero sobre todo por dentro. A nuestras madres, a nuestras abuelas, a esas grandes de nuestras casas que nos lo han dado todo por nada y que nunca nos piden cuentas, les debemos escucharlas dos veces, no contestarlas con dureza, amarlas al cuadrado y verlas como son de verdad, olvidándonos de los golpes de la vida.

A todas esas mujeres de la edad invisible tenemos que enfocarlas como merecen, otorgarles el valor que tienen y recordarles que nosotras no seríamos nada sin ellas, sin su ejemplo y sin su ayuda. Y si en ese primer plano de la vida se les marcas las arrugas, o el escote no es tan terso como lo fue un día, pidámoslas que se rían de ellas mismas, porque no hay surcos más bellos que los que dejan las sonrisas honestas, ni pechos más prolijos que los que nos han dado la vida. ¿Invisibles? Vosotras lo que sois es inmensas.

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