La morada de nuestra manada

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Cada noche, al amparo de la oscuridad, son violadas miles de mujeres. Algunas cierran los ojos y aprietan las uñas contra las palmas de las manos, aspirando el aroma animal y sucio de quien debería amarlas. Porque esas a las que penetran cuerpo y corazón sus propias parejas, por la fuerza, en sus casas, en sus camas, en el lugar en el que deberían sentirse seguras, también son violadas.

Las hay que se ven sorprendidas mientras duermen por sus padres, hermanos o tíos, con la impunidad de la familia como bandera, y las braguetas descerebradas apuntando a su juventud para destrozarles la confianza y la fe. Aunque no digan no, aunque no se opongan por miedo o vergüenza, a pesar de que no golpeen ni arañen a los que en vez de protegerlas las dañan, ellas también son violadas.

Están aquellas que dejan de respirar en la parte de atrás de un coche, en un portal o en un colchón roído. Esas a las que convencen de que negarse es no querer lo suficiente y asienten y consienten como autómatas, practican lo que ni desean ni disfrutan, por miedo a perderlos, a pesar de que en cada embestida se pierden a sí mismas. Ellas también son violadas, aunque para algunos jueces la interpretación de leyes obsoletas les quite los galones de víctimas por no calzar heridas de guerra.

Luego están esas que, siendo libres para decidir con más o menos centímetros de falda, de copas o de descaro con quién marcharse y a dónde, se van de la mano de un nuevo amante, que sabe poco de amor, a pisos donde la oscuridad se hace grande y se sienten atrapadas en el instante en el que el placer no es el mismo para ambos. Esas para que las que de pronto el vacío es tan grande que sienten que no pueden salir. Ellas también son violadas.

Por último, están las que son asaltadas sin piedad por seres de piedra y manos de hierro que las violentan en una esquina hasta doblarles el alma. Esas que caminan por la calle, salen del metro o del trabajo y se encuentran con un desconocido que las secuestra, que las retiene, que las golpea, roba y fuerza. Las leyes también tienen letra pequeña para unas víctimas más obvias y dicta veredictos dispares, dependiendo de las muescas que les marquen sus agresores. A veces ni muertas logran demostrar que ellas también son violadas.

Este artículo no pretende poner en entredicho al sistema judicial, sino exigir su actualización para que no dé más la espalda a todas esas mujeres y sea firme y certero en su protección. No nos olvidemos de que hasta hace muy poco también parecían desvaríos otras luchas, y que no éramos sino propiedad, primero de nuestros padres y luego de nuestros maridos, sin capacidad de réplica. ¿Por qué entonces les parece un desatino exigir hoy, aquí y ahora, un paso más en la defensa de nuestras libertades?

Tampoco pretendo con estas letras insinuar que todos los hombres son unos enfermos. Este discurso no es contra ellos, sino para ellas. Se trata de una manera de poner voz a los gritos ahogados de cada una de esas mujeres, de 14 o de 80 años, víctimas de bestias, de animales tan primarios que han olvidado los principios básicos del respeto y de la humanidad. Son ellos a los que deberíamos apartar de la morada de nuestra manada, de la de todos, y no dejarles entrar nunca más.

Esos monstruos de las cavernas que vejan a sus mujeres, a sus hijas, a sus amigas o a la desconocida del bar de al lado, deben ser repudiados por la sociedad y apartados de esta. Hoy el debate no está en si una adolescente consintió entrar en un portal con cinco adultos para practicar sexo grupal, sino en su derecho a cambiar de opinión si así hubiese sido. Sin juicios de valor, sin la trenza de la culpabilidad y sin que nadie ponga en duda que fue también víctima de una violación.

La manada hoy somos nosotras, unidas, contándonos las veces en las que nos hemos muerto de miedo y cómo nos han pateado por dentro. Lo estamos verbalizando, estamos sacando fuera las telarañas de la impotencia que se han tejido en nuestras historias particulares desde niñas.

Todas hemos corrido hasta llegar a casa sin aire, hemos presenciado a tipos extraños masturbándose frente a nuestros colegios, hemos llevado las llaves asidas entre los dedos para protegernos con tanta fuerza que nos han quedado marcas y nos hemos juntado para no recorrer solas trayectos eternos. Todas hemos tenido que defendernos de abusos de mayor o menos calado, hemos sufrido tocamientos anónimos en la calle, en transportes públicos y en el orgullo. Todas vivimos con el miedo perenne atado a las tripas por si algún día la suerte nos esquiva y nos captura uno de esos indeseables, anónimos o cercanos.

Por eso, señores, este no es el alegato mediocre de los legos en sentencias, de los oportunistas ni de las “feminazis”. Es el golpe en la mesa de todas las mujeres de un país. Mujeres cansadas, hartas y agotadas de mirar hacia otro lado, de normalizar el acoso, los momentos incómodos, los roces o las palabras fuera de tono, porque son la puerta por la que al final se cuelan los que saltan al peor de los escenarios. Es nuestro abrazo a las que sufren esas miles de violaciones diarias, a las que denuncian y a las que se callan tragándose las lágrimas.

Hoy somos nosotras, acompañadas de muchos hombres maravillosos e igual de encendidos por la rabia contenida, quienes salimos de la mano a las calles, a las redes y a las columnas de opinión para defender algo tan digno y lícito como nuestra libertad, nuestros cuerpos y nuestros derechos. Hoy nos plantamos para defender a nuestra manada y para escupir, de una vez por todas, el miedo. #niunamás #noesno #yotambién

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