La paella

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En la terraza de un edificio residencial de un barrio cualquiera de Ibiza se cuecen borracheras, fiestas, balconings y hasta paellas.

He visto a parejas practicar sexo, porque no puede llamarse amor al contacto de fluidos entre desconocidos ebrios, tirarse a la piscina desde sus barandillas, lanzar los vasos de los cubatas por la ventana e incluso emitir extraños cánticos propios de una secta apocalíptica. El otro día los observé cocinando sin pudor un arroz sin demasiadas aspiraciones. No eran los mismos, porque cambian cada semana. Son de todas las edades y nacionalidades, pero comparten la mala educación, la falta de empatía y una necesidad imperiosa de comunicarse a gritos.

Los he denunciado cientos de veces en la última década: de madrugada, por la tarde, cuando los veía saltar desde un segundo piso para darse un baño temerario de adrenalina e inconsciencia, e incluso de día, cuando pensaba que estaban sacrificando a alguien. No me consta que los propietarios de ese apartamento hayan recibido alguna de mis quejas, ya que el problema ha sido siempre el mismo: yo no vivo en ese bloque, sino en el contiguo, y nadie abría a los agentes para dar parte de lo que allí sucedía.

En mi edificio las historias no son mucho más alentadoras, simplemente el humo de las cocinas huele a barbacoa en vez de a paella. Cada verano, desde hace más de una década, transcurre de forma parecida: italianos desgañitándose para impedirnos descansar o ver la tele, “guiris” lanzando botellas por la ventana, alemanes jugando a meter cervezas en el motor de la piscina y rompiéndolo tras dejarlo todo lleno de cristales, y un tufo a impotencia difícil de sacudirse… porque nosotros, los de aquí, los que pagamos religiosamente la comunidad y no podemos disfrutar de nuestras zonas comunes atestadas de turistas, nos sentimos abatidos, asqueados y cansados.

Desconectamos cada noche el telefonillo para evitar que suene de madrugada, recogemos bolsas de basura ajenas del descansillo, en ocasiones no podemos ni salir de casa porque las bolsas de sábanas de las empresas de limpieza que contratan nos lo impiden, y nos sentimos extranjeros en nuestra propia casa.

El otro día tuvimos junta de la comunidad. Decidí no ir, ya que mi voto no vale nada frente al de aquellos que permiten que vivir en esta isla sea una gesta, mientras ellos descansan tranquilos lejos del desastre que provocan. He leído que estos días hay inspectores vigilando nuestras calles, esas que suenan a ruedas de maletas, las que ya no son nuestras. Mientras, los hoteles están vacíos, los trabajadores se quejan, los restaurantes no pueden demostrar la magia de sus fogones y los únicos que “hacen el agosto” a nuestra costa son las compañías aéreas low cost, quienes alquilan en negro y los supermercados. Es la antítesis que nos sacude y que solo nosotros podemos revertir. Dicen mis padres que, si se incrementasen las multas por velocidad, por ir sin camiseta por la calle, por poner la música a más altura de la debida o por permitir este desmadre en nuestros bloques no haría falta subir los impuestos y se lograría recuperar en “seny”. Pero claro, qué van a saber un señor de Albacete y una señora de Burgos de la idiosincrasia de nuestra isla, si aquí los “murcianos” no deberíamos osar opinar y estamos más guapos calladitos.

Por cierto, las paellas saben mejor en restaurantes y las vacaciones huelen a sal al albor de hostales y hoteles. Yo, al menos cuando viajo, aprendo a saludar en el idioma local, me alojo en establecimientos reglados y pruebo la cocina local… ¿y ustedes?

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