Castillos de arena

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Conozco a una bailarina recatada, a un cantante sin voz y a un cura sin vocación. Conozco a un médico sin pasión por la vida, a una trabajadora social racista y a un político ladrón. Conozco a un periodista con faltas de ortografía, a un fotógrafo sin ojo, a un cocinero sin sentido del gusto y a una panadera celíaca. Me he topado en mi vida con pilotos con miedo a las alturas, bibliotecarios que aborrecen la lectura, actores que no saben mentir y psicólogos bipolares. He visto a intelectuales diciendo estupideces, a barrenderos tirando las colillas de sus cigarros al suelo y a perfumistas que huelen mal, y me he cruzado con pintores daltónicos, policías corruptos y jueces injustos. En esta sociedad en la que el sentido común no es el más común de los sentidos y donde ser normal se ha convertido en algo extraordinario, asistimos impávidos a los bandazos de quienes se despojan de sus valores y se jactan de su ignorancia,  convertidos en nuevos modelos a seguir. Mentir a todos y creer esas mentiras a fuerza de repetirlas es el mantra de quienes temen ser auténticos y empezar de nuevo. A nadie le gustan las páginas en blanco.

Y mientras la incoherencia se apodera de nosotros, vestimos nuestros días de frases motivacionales, escritas por otros e impresas en agendas, calendarios o calcetines, y nos sacamos decenas de fotos para mostrar lo felices que somos a gente que no nos conoce y a la que no le importamos, nos olvidamos de mirar a los ojos a quienes estaban llamados a cambiar realmente vuestras vidas. Nos maquillamos con una pátina de “buenismo” que nos cuartea la cara y que no nos permite ir más allá, ser sinceros y decir lo que pensamos de verdad, porque hemos blindado tanto nuestros derechos que nos hemos olvidado de ser libres. Hoy no leemos poesía para vibrar o para descifrar el lenguaje del alma, sino para plagiarlas y parecer interesantes o profundos.

Si leemos ensayos, libros o vemos películas o programas de hace décadas, puede que nos escandalicemos por la honestidad que destilan, por sus declaraciones y contenidos políticamente incorrectos y, es probable también, que nos muerda la envidia al compararlos con este microcosmos donde todos debemos ser perfectos autómatas risueños.

La felicidad no dura, es una sensación temporal, dulce y corta; un orgasmo de impresiones etéreas que nos invaden en momentos mágicos o cotidianos de nuestras vidas: al degustar un plato único con hambre, al ver a una persona a la que amamos, al descubrir países o rincones nuevos o al terminar un proyecto en el que llevamos tiempo trabajando y cuya conclusión nos satisface. El tiempo no es oro, tiene un valor mucho mayor, incuantificable. Es el aquí y el ahora, este momento que no podrá repetirse y que podemos disfrutar, pero también desperdiciar sin remordimientos, si es lo que queremos, y vivir a nuestra manera. Si este domingo, en vez de salir a comer, quedar con amigos o con la familia, estudiar, leer un libro que nos despierte, cocinar para toda la semana, limpiar o, pasear y hacer deporte, elegimos no hacer absolutamente nada, es nuestra elección y debemos regodearnos en ella.

Ya no se construyen castillos y los reyes sufren y lloran. Seamos nosotros mismos de verdad, sin miedo, con libertad, honestidad y autenticidad y olvidémonos de construir mundos de arena que el viento arrastra y de los que nada queda.

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