Hubo una época, cuando fumar estaba de moda y si rechazabas un “piti” eras considerada una mojigata, en la que los hurtos de mecheros estaban al orden del día.
Ha pasado un cuarto de siglo desde entonces y hoy somos muchos los que solo tenemos encendedores en casa para aromatizarlas con deliciosas y decorativas velas. El trapicheo de mecheros ha sido sustituido por el de bolis: el nuevo elemento codiciado por el amigo de lo ajeno. A aquellos adolescentes pizpiretos que nos hicieron sentir pequeños por no querer jugar a ser “adultos” los relegamos al ostracismo de la terraza si quieren llenar de humo nuestros humildes pisitos e, incluso, si no traen consigo un “Zippo” o algo similar, los petrificamos con nuestro rictus más serio al explicarles que no necesitamos fuego en este hogar, ya de por sí cálido. Quienes nos envenenaban con su humo en transportes, discotecas y restaurantes se ven obligados ahora a pasar calor y frío si quieren seguir con su adictivo vicio, mientras que los niños buenos de antaño nos sentimos victoriosos por fin y con la piel y los pulmones más jóvenes. Karma, amigos, es lo que tiene el destino y sus caprichosos desvaríos.
Temo, eso sí, que dentro de otros 25 años me ocurra a mí lo mismo por declararme carnívora reconocida, y sean otros los que me releguen de cenas y encuentros de amigos en los que la comida bio, las costumbres vegetarianas y el supuesto amor por los animales, puedan al delicioso placer de degustar chuletones, solomillos, embutidos y otras viandas. En ese caso asumiré mi rol de paria y tendré que convivir con unos nuevos hábitos con los que no comulgo. No me entiendan mal, no es que yo excluya de mi dieta a las verduras, frutas y demás manjares, sino que, simplemente, no renuncio a probar nuevos platos por ideales o por prejuicios. La mesa es como la vida, si no la pruebas y experimentas con ella, corres el riesgo de no catarla.
Pensaba en esto mientras sentía el otro día un pico de hambre pensando en un buen jamón ibérico. Lo palié con un triste café con leche de avena y decidí engañar a mi estómago dando un salto a Correos para recoger una carta y enviar otra. La emoción que sentía de pequeña cuando mis padres me llevaban a ese lugar mágico en el que depositaba mis letras para mis “penfriends” nacionales y extranjeras es tan baldía hoy como el hecho de pensar que fumar es seductor. Donde antaño te atendía gente dulce que te permitía mojar el sello en una esponja naranja y te contaba curiosidades como las 35 calorías que te supondría chupar un sobre o un sello, hoy solo quedan caras hurañas y respuestas secas.
Cuando yo era pequeña escribíamos cartas y abrir el buzón era mucho más que recoger propaganda y facturas. Meter la llave y sentir un aroma a fresas, procedente de aquellas hojas de dibujos y olores con las que nos escribíamos con nuestras amigas del verano, era una sensación solo comparable con la de los bizcochos caseros que se intuían desde el portal.
Hoy no recibimos ni felicitaciones de Navidad, y cuando llegan es ya demasiado tarde, como todo en Ibiza o en España, fuera de plazo, y cuando ya has quitado los adornos y has perdido las ganas de fiesta.
En Correos no solo les han robado la ilusión, sino también los bolígrafos. Ya les decía al comienzo de este artículo que son el nuevo artículo de culto para los seguidores de “Winona Ryder”. La última vez que pedí uno para cumplimentar el documento de turno, me recordaron tres veces que debía devolverlo, que no me lo llevara y que no se me olvidase. Lo cierto es que me sentí muy incómoda por la presunción de culpabilidad que me atribuyeron de forma gratuita, en plan San Pedro, por partida triple. Me dieron ganas de irme a una librería y comprarle un paquete de Bic Naranja para que sus comentarios fuesen más finos. En esta nueva ocasión no me avisaron de la propiedad de este codiciado tesoro de tinta, porque no tenían. Pedí un bolígrafo a tres de las personas que trabajan allí y me dijeron, simplemente, que no había. Me colé en una de las filas y enganché un pobre boli sin capuchón asido a un hilo de coco para poder poner mis datos y proceder al envío. Cuando llegó mi turno, a voces, porque ahora ni siquiera les funciona la máquina que ordena a quienes entramos allí sin amor ni ganas, hice la pregunta del millón: “¿Pero qué os pasa con los bolis?”. La respuesta fue lenta y átona: “¿Que qué nos pasa? Que apenas tenemos, pedimos y no nos mandan más que los justos y encima la gente se los lleva.”
Por eso he decidido emprender una campaña de promoción de establecimientos que tengan en su merchandising bolígrafos, con el fin de que depositen en CORREOS un buen puñado de ellos. No solamente lograrán que mucha gente vea su logotipo, sino que cumplirán una gran labor social, como la que han hecho durante años dando cigarros a esos que habían dejado de fumar pero realmente solo abandonaron la costumbre de comprar. Háganme caso: ellos lo necesitan y ya saben que al final todo lo que damos vuelve.
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