Mirando vidas

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Un periodista es un cronista de vidas. Alguien que observa, que palpa, que contrasta, que escucha y que procesa informaciones, historias y hechos para transmitirlos al mundo con la mayor objetividad de la que es capaz de vestirse.

En sus manos está la libertad más amplia; aquella que nos permite saber qué ha ocurrido, dónde, cuándo, quiénes son sus protagonistas, por qué se han producido los hechos y cómo se han desentrañado.

Antes de la llegada de Internet la nuestra era una profesión de riesgo. Las noticias estaban en la calle, había que salir a buscarlas, toparse con miradas oscuras y mimar a las “fuentes” como si fuesen zahoríes. Hoy no necesitamos salir de las redacciones, en las que, al menos, el humo ya no espanta las teclas. Desde nuestras mesas accedemos a un golpe de clic o de WhatsApp a testigos, vídeos, noticias previas y contactos sin despeinarnos, pero también sin respirar el aroma de la verdad. Cada día se cementa a base de ruedas de prensa descafeinadas, en ocasiones sin derecho a preguntas, y la libertad se vende al mejor anunciante. Todavía hay quienes se juegan la vida arriesgando perder su voz para dársela a otros, quienes se rebelan contra lo que les dictan sus jefes, o quienes se empeñan en seguir siendo la llave que abre todas las puertas, pero son los menos y, a pesar de todas las supuestas facilidades técnicas y avances, todo es más complejo. Porque la antítesis se viste de letras y en el momento en el que parece que es más fácil comunicar, se antoja más complejo hacerlo bien, pudiendo dedicar el tiempo preciso a investigar, a escavar y a sacar la verdad enterrada en cientos de rincones, donde sus dueños ni siquiera aspiran a reclamarla.

Hoy, una hilera de periodistas escribimos por otros, y puede que, aunque para los más puristas, el hecho de hacerlo nos desposea de nuestra gabardina de vocación, nosotros, los de este lado de la verdad, seguimos a nuestro modo narrando felices vidas e historias ajenas. El hecho de que no las emitamos desde las páginas de un periódico no nos convierte en menos profesionales, siempre que no introduzcamos nuestra opinión y comentarios en lo que describimos; porque es ahí, en ese endulzamiento o avinagramiento de las noticias, donde duerme la vocación y se apela al nombre. Yo ya estuve allí, en esa silla. Dediqué diez años de mi vida a aporrear teclados, a locutar informativos y a despertar a miles de personas desde cinco emisoras de radio distintas, en cinco ciudades maravillosas. Pero hoy me despierto en otra década. Esa ya no es mi historia.

Un periodista es un cronista de vidas. Alguien capaz de estar en el momento y en el lugar precisos para colarse en instantes dignos de ser divulgados y, sobre todo, es, ante todas las cosas, como acuñó Ryszard Kapuscinskiuna, una buena persona que pretende hacer de este un mundo mejor, más libre y donde la verdad sea mucho más que una palabra. Quien sienta ese peso sobre su espalda será siempre un periodista real, “digan lo que digan”, como entonaría Raphael. A este lado del puerto, nosotros, los de siempre, seguimos escuchando, emocionándonos, conteniéndonos, releyendo, corrigiendo, respirando hacia dentro, sonriendo hacia fuera y abrazando con ojos cerrados, porque los que sentimos la tinta corriéndonos por las venas no dejaremos nunca de escribir con ese latido. Amante es el que ama, estudiante el que estudia y periodista el que narra. No dejemos de dar sentido a las palabras nunca, no dejemos de mirar vidas.

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