Hace diez años que soy periodista

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Vestía traje de chaqué y pantalón corto, todo ello de negro riguroso, combinado con sombrero de copa. En su mano llevaba una cartera digna de un ministro, con un letrero que decía: Cobrador del Frac. Perseguía a un señor que caminaba muy rápido cerca del Hospital Clínic de Barcelona. Durante los años en los que viví allí lo vi varias veces, debía ser que en mi barrio había morosos, pensaba cuando me lo cruzaba. Para mí, que durante toda mi vida había vivido al final de la carretera más aburrida del mundo, eso era algo curioso.

Hace ya más de diez años que terminé la carrera en la Facultad de Periodismo de la Universidad Ramón Llull, en pleno barrio del Raval y eso son muchos años. Para los que no lo conozcáis es un lugar pintoresco, mientras que los que habéis tenido el honor de visitarlo sabréis de lo que hablo. Durante toda mi estancia en esa facultad, delante de nuestra puerta había una cancha de baloncesto en la que alternaban los jugadores y los yonkis que te pedían una monedita. Actualmente hay una biblioteca, ¡cómo han cambiado las cosas!

Hace diez años que soy periodistaEn “mis tiempos” era habitual ver a “niños bien” huyendo de los pedigüeños y escondiéndose detrás de su ipod último modelo, luchando para llegar a tiempo a clase y evitarse el paseíllo de entrar cuando todos ya estaban sentados. Pasábamos los días de aula en aula sin tiempo apenas de ir al baño, ¡eso sí que era un entrenamiento duro!

Era la primera vez que asistía a un curso con profesores a los que realmente les interesaba lo que te estaban contando y aquella fue una experiencia nueva para mí. Nunca el orden de un libro en una biblioteca había encerrado tanta belleza como en las clases de Documentación Informativa, la Historia del Arte de Gombrich cobraba vida como en una película de intriga y las clases de Creatividad Publicitaria causaban auténticas pesadillas. Recuerdo al profesor, que antes de la entrega del trabajo final nos dijo: “no me importa si no duermes para entregar el trabajo, me da igual si no lo sabes hacer, muchos de vosotros saldréis llorando de mi examen y eso no es nada con lo que os pasará ahí fuera”. No lo tengo tan claro y hoy creo que el infierno era aquello. También recuerdo con mucho cariño a mi primer tutor, con el que pasábamos largas horas debatiendo temas diversos como sus obsesiones y ocurrencias, una de ellas: ponerle mostaza a un perro salchicha, esta es la única de todas sus historias que sería legal contar. Hace cinco años que convivo con un perro salchicha y no pasa una sola semana en la que no me acuerde de él y no sueñe secretamente con coronarlo con alguna salsa. Otros profesores nos daban las gracias por venir a clase, porque les tocaba la primera hora y nadie mejor que ellos sabían lo duro que era estar allí en ese momento. Incluso tuve docentes a los que detuvieron en su camino para llegar al aula por tener supuestas conexiones con algún tipo de célula terrorista y esto, ni es broma ni es una exageración. Todos ellos dieron forma a mis sueños.

Suena raro pensar que hace quince años que me quedé sola en la gran ciudad con una maletita y un teléfono móvil en plena calle Montaner, sin más despedida que un abrazo. Aún recuerdo la figura de mi madre cuando se metió en un taxi y me dejó ahí de mutuo acuerdo. Así es como nos enfrentamos los ibicencos a la vida cuando salimos de la isla. A nuestras espaldas, todas las fábulas que imaginan tus nuevos compañeros cuando dices de dónde vienes, por delante, un libro en blanco que se come todo lo que dejas atrás. No voy a decir que tuve que sacarme las castañas del fuego, eso no sería justo, pero tampoco les engañaré: no fue fácil, aunque sí muy divertido.

Resulta extraño ver dónde se encuentran ahora todos los que compartieron conmigo sillas, exámenes, chuletas y risas. Parece que nos separe una eternidad y así es, ya han pasado once años desde nuestra graduación y reconozco que mis compañeros son escurridizos. Muchos de ellos volvieron a Barcelona después de recorrer mundo. Otros salieron para conquistarlo. Yo volví a Ibiza, por eso de que la cabra tira al monte y he llevado a cabo mi particular visión de conquista, cerrando el círculo desde donde empecé.

En este lapso de tiempo pasé por Madrid, hice un máster e infinidad de prácticas, y desembarqué finalmente en la agencia en la que hoy ostento el rimbombante título de Directora de Comunicación. Eso sí, lo que vino después fue la vida real y debo reconocer que no existe un título válido para enfrenarte a un niño de tres años que no quiere irse a la guardería. Un día eres guay y al otro te encuentras debatiendo la necesidad de utilizar zapatos para salir de casa. Ni en las Naciones Unidas hay tantas negociaciones antes del desayuno como en mi casa. Hace más de diez años iba a comerme el mundo, ahora lucho por tomarme el café antes de que se enfríe.

No es una queja, nunca había saboreado el triunfo como cuando por la noche la casa se queda en silencio, el sofá me espera y Netflix ha añadido el último capítulo de la serie de turno. La felicidad es ese momento y muchos más y los saboreo cada día varias veces.

Hace diez años quería comerme el mundo y ahora, desde mi propia mesa en una oficina con ventanas a la calle Murcia, puedo asegurar, que me lo comí y que no me ha sabido a nada en especial, pero este gran mordisco me ha servido para escribir este artículo y disfrutar recordando todo lo que pasó en aquella época en la que me dejaron en la Calle Muntaner, con una maleta y un teléfono móvil.

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