La forma con la que Rocío Jurado silbaba “señora” entre los dientes, rompiendo ese tratamiento de cortesía en la boca y vibrándolo en su garganta hasta convertirlo en una ofensa, puso de manifiesto hace ya algunas décadas cómo una muestra de respeto puede convertirse en una ofensa dependiendo de cómo se acuñe. En el argumento de la canción de “la más grande” era comprensible que esa “señora” sonase peyorativa y dura, ya que se dirigía a la mujer de su amante a quien le confesaba que no pensaba abandonar a su marido porque él le dijo que era libre. Letras aparte, son muchas las mujeres que se sonrojan cuando en la cola del supermercado, en una entrevista de trabajo, en un hotel o tomando el sol en la playa se dirigen a ellas por esta fórmula de cortesía y las hay que, incluso, se enfadan y exigen que cambien este término por el de “señorita”, a pesar de peinar canas, tener una licenciatura o ser, simple y llanamente, adultas. Tengo una amiga que cierto día me explicó que todas deberíamos exigir ser tratadas con respeto y por ende calificadas de “señoras”, independientemente de nuestra edad, clase social o estado civil. Yo entonces tenía 27 o 28 años y puse cierta resistencia a su argumento. Me escudé en argumentos tan baladís como que no estaba casada, no era madre y era muy joven, por lo que, resumí, era todavía una “señorita”. Mi amiga comenzó a reírse y me dijo que era periodista, tenía una carrera, y solamente por eso, por protocolo, ya era “señora”, sin más medallas ni distintivos. Emulando el tono de voz de Gracita Morales cuestionó si a los hombres dudamos entre llamarlos “señores” o “señoritos”, y concluyó que la verdadera paridad está en este tipo de hechos.
¿Sabían ustedes que el antónimo de “señora” es “señorita”, y que su significado alude a gustos muy remilgados, hija de una persona importante, persona joven del servicio o tratamiento que se da a las mujeres que desempeñan ciertos trabajos como secretarias, empleadas de oficinas, dependientas de comercios…? ¿De verdad siguen creyendo que les suma décadas o que les resta coherencia?
El otro día, entre baile y baile de la Flower Power de Pacha, conocí a una mujer encantadora en el baño a quien le ofrecí amablemente, y tratándola de usted, que entrase antes que yo. Me miró de forma muy rara y me pidió que la tutease porque le hacía mayor. Me enfundé entonces en esta perorata que les estoy contando hoy en este artículo y cometí otra gran falta: preguntarle la edad. Ella, que sumaba ya una silla de décadas a sus espaldas desde que aprendió el “Padrenuestro”, me confesó ser directora de un banco y rechazó vehementemente mis argumentos asegurando que nunca aceptaría de buen gusto que la tratasen como una “señora mayor”. ¿Prefiere ser tratada como una “niña” cuando, seamos sinceras, ya somos lo que a los diez años calificábamos como “señoras”? “Sí”, respondió sin pestañear de tanto bótox. Me despedí amablemente y recordé ese proverbio que dice que no debes dar consejos a quien no los pide, ni mostrar la belleza de tu jardín a quien no ha solicitado verla.
Y eso que reconozco que la primera vez que me llamaron “señora” unos niños que hacían un castillo de arena junto a mi toalla en la playa, al abrigo de una siesta que rompieron con sus gritos, me quedé destemplada. Cuando me desperté y les pedí que jugasen más cerca de sus padres y uno le dijo al otro: “¿Qué te ha dicho esa “señora”?” a lo que el más pequeño respondió: “no lo sé, pero me ha dado miedo”. Precisamente eso sentí en aquel instante: pavor a crecer y a ser tratada como una mujer mayor, tal vez porque desde pequeñas nos han hecho creer que nuestro principal tesoro es la juventud y que más allá de la belleza efímera podemos ser olvidadas. Puede que a los 25 años el concepto “señora” me quedase holgado y mal cosido, pero hoy jamás pediría a nadie que me lo arrebatara. Al fin y al cabo, la educación nada tiene que ver con las arrugas. Del mismo modo, señores y señoras acostumbro a tratar a todo el mundo de usted desde que empecé a trabajar en la radio y me gusta que los desconocidos no me tuteen. Las confianzas debemos fijarlas y no darlas por hecho, como la amistad y el amor. Porque la edad no está en el DNI sino en la mirada, mientras que la educación, el respeto y la autoestima se encuentran cuatro capas más abajo.
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