Tu último día en la tierra

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Hoy puede ser tu último día en la tierra. No surcarás el cielo en una nave espacial, ni serás quien pise por vez primera la cara oscura de la Luna. Tu despedida no tendrá la  voz de Amaral acunándote como banda sonora, ni te llevará a la constelación de Orión, a no ser que sea eso lo que nos depara el destino una vez que nuestra partida termina en este juego que es la vida.

Ese paseo fuera de nuestro planeta, cada día menos azul, no será en un asiento de primera viendo al mundo que conocemos hacerse cada vez más pequeño, y es probable que tampoco nos muestre un túnel de luz cegadora. Dudo mucho que un dios omnipresente nos reciba en un cielo metafórico y prefiero creer que si nada se destruye y todo se transforma, nuestra energía, o eso a lo que llamamos alma, volverá de alguna manera reencarnada en lo que el karma y nuestra bondad interior hayan tramado. Si al final del acto no hay nada más que aplausos tampoco me preocupa demasiado, ya que lo único que me aterra es el sufrimiento propio y el de aquellos que amo. Al menos nuestras letras nos harán inmortales, hasta que alguien las queme y las borre de la historia.

Literatura aparte o amago de esta, sea como fuere, puede que hoy, en cualquier instante, en ese preciso momento en el que bajas la guardia, cruzas las calle mirando el teléfono o te incorporas en una rotonda, un vehículo te embista. El porcentaje de probabilidades de que una moto de agua te arrolle mientras buceas en la playa o que el remo de tu tabla de paddle surf te rompa la crisma es alto, del mismo modo que una barandilla no sea lo suficientemente alta para detenerte si eres británico y decides que en Ibiza lo que está de moda es hacer balconing.  Puede que cuando de madrugada amonestes a un turista borracho por no dejarte dormir en tu propia casa este te aseste un puñetazo y te deje en el sitio o que encuentres un éxtasis tirado en un parque y que te lo comas pensando que es una aspirina infantil que, como estará adulterada con matarratas, te quitará para siempre los dolores de cabeza. Hoy puede ser tu último día en la Tierra, y no eres consciente de lo frágil y de lo expuesto que estás a todos los peligros del mundo. Porque tal vez seas alérgico a una fruta exótica que ha usado ese chef de moda en el restaurante al que anhelabas ir y este cocine tu último sueño o que te atragantes con una espina de ese bullit de peix con el que decidirás darte tu último homenaje este domingo. Hoy puede ser tu último día y ni siquiera eres capaz de visualizar la forma en la que cada mañana sorteas a la muerte.

Esta noche mientras duermes puede que la estantería donde apilas más de 30 libros se desplome y te liquide, contradiciendo las proclamas de Marie Kondo, esa extraña mujer obsesionada con el orden y con tirar todo lo que nos hace felices, o que te dé una insolación tan fuerte tomando el sol, mientras disfrutas de un mojito, que te marches colorado al otro mundo. Tal vez todo sea más sencillo y tu corazón decida dejar de latir mientras juegas una pachanga de fútbol entre amigos, porque nunca supiste que tenías una insuficiencia cardiaca, o que el cabrón del cáncer te haga su macabra visita de un día para otro.

Y ahora que hemos alimentado al hipocondríaco que nos habita, despertemos sus cautelas, conduzcamos con precaución y con mil ojos, obviando todo lo que pueda distraernos de algo tan serio y peligroso en el mes de agosto en nuestra isla. Respetemos las zonas de baño, a quienes nos rodean y aquello que ingerimos o que hacemos. Seamos inteligentes, astutos y precavidos en todo lo que esté en nuestras manos porque, si la guadaña nos ronda, poco podremos hacer, pero al menos habremos intentado ver muchos más telediarios en los que, por esta vez, no seremos todavía los protagonistas de la noticia. 

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