Manos blancas

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Todos fuimos Miguel Ángel Blanco hace veinte años y todos nos teñimos las manos con su apellido. Con su nombre cosido a la boca y con lágrimas de impotencia asistí el día de su asesinato a mi primera concentración pública. Recuerdo escuchar la radio en la piscina con mis amigas, cruzar juntas los dedos y soñar con que no lo mataran. Recuerdo pedirle a Dios que liberase a un hombre joven y bueno que podría haber sido cualquiera de nosotros. Horas después, mientras jugaba al billar en un bar, enfundada en un vaquero roto y con una camiseta azul que recuerdo con demasiada nitidez, tiré el palo e hice la peor partida de mi vida al sentir el olor de la pólvora en la noticia que nadie quería oír. El dueño del bar sacó un cubo de pintura blanca, metimos todos las manos dentro, lo cerró y llenamos la plaza de nuestro pueblo como si alguien fuese a dar el pregón de las fiestas en un silencio atronador. Recuerdo coger las manos de dos personas que no conocía, alzar muy alto aquellas alas blancas y llorar de impotencia.

Hace 20 años todos fuimos Miguel Ángel Blanco, todos sentimos el dolor de su hermana Mari Mar como si fuese nuestro, y hoy nada ha cambiado. No me cuenten milongas, no sean petimetres y no hagan discursos demagógicos e innecesarios en su nombre. Recordar a Miguel Ángel Blanco no es menospreciar a los 857 asesinados en 43 años del terror impuesto por la banda terrorista ETA, sino evocar que un día en su nombre supimos unirnos contra la “empresa” más odiada de nuestro país, una factoría de asesinos sin escrúpulos, un negocio gobernado por “cuatro” cerebros podridos y jaleado por miles de secuaces vacíos, yermos e inhumanos. Hoy el terror a los grandes almacenes, a los aparcamientos de aeropuertos, al metro, a estaciones de autobuses, a conciertos y a pistolas en la nuca nos lo insuflan otros “enfermos” que reclaman en este caso no una región sino un mundo entero, y a ellos, a los asesinos, les debemos enseñar de nuevo las mismas manos limpias.

En este politeísmo del rédito político, al que unos y otros quieren someternos, parece que recordar aquel asesinato que nos sacó hace 20 años a todos a las calles, sin importar nuestra edad, ciudad de origen, credo o papeleta electoral, es hoy pecado. En estos 20 años he aprendido muchas cosas: que todos somos víctimas de los ataques a la libertad, que Dios no escucha plegarias y que votar no cambia nada. Parece que algunos no han aprendido de nuestra historia, tal vez porque leen poco y hablan mucho.

ETA anuncio en 2011 el “cese definitivo de su actividad armada” y recordar a sus víctimas, con nombres y apellidos o con números, no debe servir para infectar heridas mal curadas sino para evitar que alguien abra otras nuevas.

En 2011 todos le dijimos “agur” a ETA, nos despedimos con un “hasta nunca”, deseamos a sus acólitos que no descansaran en paz, que recordaran que perdieron la razón el día que la intentaron imponerse por la fuerza y que su existencia fue la muestra de que el hombre puede convertirse en el animal más despreciable.

En estas últimas dos décadas, casi la mitad de mi vida, he aprendido muchas cosas: a dar noticias aunque sean horrendas, a escribir opiniones destinadas a golpear a los terroristas y a los asesinos, y a escuchar historias sobre bombas lapa y amenazas de la boca de personas como Rosa Díaz o Luis del Olmo. Sería interesante que se rindiese también un homenaje diario a los que no se amedrentaron nunca y defendieron el ejercicio de su profesión aun poniendo en riesgo sus vidas y las de sus familias. Estoy segura de que ellos, como yo, no sienten ofensa alguna en el recuerdo de aquel concejal de la localidad vizcaína de Ermua, secuestrado y asesinado por ETA en julio de 1997 para extorsionar al gobierno exigiéndole el acercamiento de los presos de la banda terrorista a las cárceles del País Vasco.

En 20 años he aprendido a no aprovecharme del dolor ajeno, a no dividir a las personas sino a sumar junto a ellas y a creer más en los ángeles como Miguel Ángel Blanco que en políticos que se consideran dioses. Hoy mis manos son más blancas que nunca, Miguel Ángel.

 

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