No me siento mayor sino afortunada cuando recuerdo aquellas vacaciones de verano en un camping de Benicasim donde luchaba cada día porque las hormigas no se comiesen mi desayuno, me pasaba el día a remojo en la playa o en la piscina y me reía hasta la extenuación con mi hermana por los ronquidos de mi padre en el compartimento contiguo de aquella tienda de campaña familiar naranja y azul que es ya parte de nuestra historia.
Nunca la he vuelto a ver. La leyenda dice que se la comieron las ratas un invierno en el trastero donde descansaba para dar vida a una nueva aventura. El de 1988 fue su último viaje.
En esa tienda algunas noches se colaban luciérnagas que mi hermana afirmaba que eran hadas que concedían deseos. Un día tuve la peregrina idea de cazar muchas para meterlas en botes que nos iluminasen por la noche. Cuando capturé a la primera con mis manos rechonchas y la introduje en el recipiente, su luz se apagó. Mi hermana me explicó que, como las mariposas y las flores, la magia de algunos seres se apaga cuando se intenta robar. Es una pena que no todos tuviesen una compañera de viaje tan sabia como Mirian en su infancia, porque hoy habría muchos más niños que vibrarían con el estallido de esos gusanitos con luz de los que incluso hicieron un tierno peluche. (Nunca lo tuve, por cierto, porque en mi época, en esa en la que había magia, nuestros padres no nos compraban todo lo que pedíamos y lo asumíamos como algo normal, sin haber crecido con ningún tipo de trauma).
De aquellos años en los que esos meses de agosto se extendían como si fuesen todo un verano, atesoro algunos de los recuerdos más felices de mi vida. Recuerdo comer uno o dos helados diarios “Tiburón”, de esos que los menores de 30 años nunca probaron, caramelos de pez, silbatos de naranja que al soplar inflaban una pelota, luchar en la arena porque uno de los balones de Nivea, que caían del aire, me tocase a mí, o participar en un concurso de Calipo en el que ganamos una caja entera de esas delicias que “nos quitaban el hipo y eran un escalofrío de placer”. Los únicos momentos tediosos del día eran la siesta obligatoria para hacer la digestión que me imponía mi madre, y los dichosos cuadernillos de Rubio, que nunca lograron dulcificar mi caótica caligrafía, unidos a los libros de vacaciones Santillana cuyos problemas me ayudaban a resolver mis hermanos mayores.
Aquellos veranos transcurrían entre comidas familiares, cenas a la luz de la luna, partidas de billar, de las que mi hermano Mario me hacía creer experta, venta de collares hechos con conchas y una complicidad extrema con cada miembro de mi familia. Después de disfrutar de los manjares frescos que cocinábamos entre todos y que compartíamos en una gran mesa de plástico plegable marrón, los tres hermanos acudíamos con tres cubos, de tres colores y tamaños diferentes, por edad, a limpiar los cacharos juntos. Incluso aquello era divertido. Mi hermano mayor cargaba con los platos, la mediana con los vasos y yo con los cubiertos. Aun así mi cubo era el que más veces caía al suelo. Tal vez porque siempre iba bailando y haciendo el tonto, como decían ellos. Los tres en bañador volvíamos cubiertos de agua, de pompas de jabón y de secretos.
Esos días azules hacían que nos olvidásemos de todo. Del frío de Aranda, de la ropa, porque entonces los niños podíamos corretear libres y en bañador todo el día sin miedo a nada ni a nadie, y también de la rutina. Aunque no sabíamos idiomas teníamos amigos de todas las nacionalidades, estábamos un mes sin tele y sin ganas de ella y leíamos juntos el periódico para compartir un momento de complicidad con nuestro padre. Nos íbamos de paseo familiar por las tardes y sonreíamos continuamente. Si la felicidad pudiese meterse en un bote tendría el color y las historias de aquellos veranos.
El último agosto perfecto, de esos en los que un columpio era un parque de atracciones, sufrimos la gota fría. La lluvia arrastró todo y nuestro Camping se inundó. Mis padres se apresuraron a meter la documentación y dinero en una mariconera, a ponernos unos manguitos y a huir a la terraza del bar común para ponernos a salvo. Recuerdo, incluso aquel momento como algo divertido. Mis padres no tanto. Nunca volvimos. En el viaje de vuelta sonaba en la radio Miguel Bosé.
Esos veranos mi hermana me trataba como a su mejor amiga, aunque el resto del año me mandaba a freír espárragos. Hoy al menos conservo a esa gran compañera de aventuras que me mima y me cuenta historias cada día, para que siga creyendo en que los gusanos pueden ser hadas si ponen luz a sus colas. No saben la suerte que tienen mis sobrinos de tener unos padres como los que tienen, porque ellos saben sonreír con los ojos y ver el valor verdadero de las cosas. Ellos hoy, en vez de viajar a hoteles de lujo, repiten historia y les enseñan la magia de un camping. La pena es que a Ibiza vienen poco.
Los niños de hoy deberían tener veranos felices, familiares, humildes, llenos de amor y de aventuras, y nosotros deberíamos ser capaces de retener en nuestra memoria aquel sabor azul a piña ácida de lo helados de tiburón de nuestra infancia. Deberíamos saber transmitirles las cosas que realmente son importantes y guardarán con amor en su bote de la felicidad toda su vida.
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