Quienes tuvimos la suerte de dormir cada noche bajo el amparo de voces delicadas entonando cuentos, canciones y horneando bizcochos caseros, somos hoy adultos con apego a las grandes cosas, aprecio a los libros, a las bandas sonoras y a los platos rotundos. No importa que vivamos en un país sin gobierno, cuajado de autómatas pegados a una pantalla, gente con miedo a amar, aterrada por un sufrimiento que los mantienen maniatados, y donde los teléfonos estallan. Quienes somos capaces de navegar en un libro, cerrar los ojos escuchando letras y abrirlos fuertemente degustando sabores somos libres y, lo más importante, todavía no estamos contaminados ni perdidos.
Si muchos releyesen a nuestros increíbles clásicos o contemporáneos se encontrarían a sí mismos entre renglón y renglón. Es más, si un adulto se bebiese hoy “El Principito” o “Don Blanquisucio”, puede que aprendiese el valor de una flor o la importancia de pintar el mundo de colores. Aquellos que creen que son historias para niños puede que precisen la ayuda de un coach para recordar aquella gran frase de Pablo Picasso en la que afirmaba que se había pasado media vida aprendiendo a pintar como un artista del Renacimiento para desaprender todo lo marcado y recuperar los trazos honestos de su infancia. Es ahí donde reside nuestro verdadero “yo”, el que actúa porque sabe que las palabras “no puedo” se pueden eliminar de su diccionario, quien inventa juegos, palabras, hace amigos reales e imaginarios y, sobre todas las cosas, disfruta cada día con lo que hace.
Don Blanquisucio era el alcalde de un pueblo que tenía un odio acérrimo a los colores; yo dije en voz alta que si era Franco y me echaron de clase. Después, cuando no pude resistirme y me lo leí de un tirón, sin respetar los tiempos marcados por mi profesora, volvieron a mandarme al pasillo. Don Blanquisucio era una alegoría contra el racismo, con unas ilustraciones maravillosas en las que se ponía de manifiesto lo ridículo que resulta tener miedo, poner barreras al mundo y juzgar a los otros por el color de su piel. Lo leí con 7 años y hoy se lo releo a mis sobrinos para no olvidarlo nunca.
Aunque vivamos en un mundo en el que un xenófobo, homófono y deplorable empresario amenace con hacerse con el control de la principal potencia, nada está perdido si seguimos creyendo en ponerle un poco de azúcar a la píldora que nos dan. Tal vez así sigamos marcando hitos y cambiando el final de la historia, para que una mujer presida por vez primera los Estados Unidos y, puestos a dar vida a segundas partes, otro capítulo donde los refugiados hacinados como si fuesen criminales de guerra tuviesen un futuro mejor y los teléfonos volviesen a servir para comunicarnos con las personas y no para aislarnos de ellas.
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