Los primeros rayos de sol me recuerdan a los 15 años. Me evocan aquellos primeros escarceos con la primavera en los que, entre clase y clase, o en el transcurso de las mismas, me tumbaba en el césped del instituto con mis amigas apoyada en mi vieja cazadora vaquera, para no pensar en nada. Precisamente eso, lograr dejar la mente en blanco, limpia y serena, es algo casi imposible de resucitar cuando duplicas y sumas años a esa edad tan pura. A los 15 años te recorre una sensación de inmortalidad casi tan fuerte como aquella que te hace creerte el centro de un universo que no te comprende y en el que no encajas. A los 15 años los pequeños problemas son mundos, los amores eternos y los suspensos heridas que se clavan en tu autoestima haciéndote creer que podrán torcer tu destino sin remedio. A los 15 años sientes que nadie te entiende, tal vez porque ni siquiera tú eres capaz de hacerlo, y del mismo modo que cada tropezón es mucho más doloroso, cada cosa hermosa o pequeño hito te hace florecer con una fuerza inusitada para hacerte rozar el cielo. A los 15 años todo es blanco o es negro, y los primeros rayos de sol pueden recargar tus baterías hasta límites insospechados. A los 15 años yo era capaz de estar media hora tumbada al sol de un día como este disfrutando del momento y relamiéndome de satisfacción por vivir ese instante. Me concentraba en el zumbido de las abejas, en el piar de los pájaros, en el rugir de los coches o en las voces lejanas de otros adolescentes.
Puede que hoy el trabajo, los teléfonos móviles o el estar eternamente ocupada me impidan en ocasiones pararme a no hacer nada y disfrutar sencillamente de esa sensación placentera, a modo de cálida caricia. Hoy he conseguido hacerlo, aunque ya ven que he tenido que saltar para escribir este artículo, por lo que deduzco que al final no ha sido del todo completa la experiencia.
Eso sí, antes de romper yo misma la magia, he vuelto a sentir ese tibio calor cuajado de aire fragante a hierba recién cortada que me ha recorrido como un escalofrío placentero de pies a cabeza. Al cerrar los ojos he vuelto a esos 15 años y he rebobinado reproduciendo los sueños que me golpeaban alegres entonces mientras me bebía esos primeros rayos de sol de abril, muchos de los cuales hoy están cumplidos y otros ni siquiera atisbaba. Este instante fugaz me ha devuelto a una época en la que era una rebelde sin causa que se saltaba matemáticas, inglés y física y química para escribir poemas en el río que bañaba aquel rincón mágico con nombre de pintor adusto. Mi instituto, el Vela Zanetti, estaba perdido en la nada y por eso las “campanas” sonaban a hierba y Duero, en vez de a bares y partidas de mus. Recuerdo imaginar en las ruinas de una casa abandonada lo que en otro tiempo pudo ser un palacio, esconder versos en huecos de árboles, cantar con mis compañeras acompañadas por una guitarra o, simplemente, tumbarme en los escasos días de sol para memorizarlo todo. Tal vez por eso aquellos recuerdos titilan en mi imaginario con una fuerza inusitada, del mismo modo que esa cazadora sin forma y deshilacha en las mangas, aquellas camisas de cuadros robadas a mi hermano mayor, o ese pelo imposible que me obligaba a llevar la cabeza torcida. Ya lo ven, estos primeros rayos de sol me transportan a aquellos años 90 que la moda nos quiere traer de vuelta a pesar de que no merecía tanto la pena, al menos en cuanto a estilismos, y a ese estado de paz y de tranquilidad en el que durante unos minutos todo se paraba.
Hoy el sol me ha devuelto a los 15 años, pero al saltar para escribirles estas letras me he dado cuenta de que ya no soy tan ágil, ni tan frágil como entonces, que la juventud es un estado de ánimo, del mismo modo que la felicidad, y que la edad no la miden los calendarios sino el brillo de los ojos. Disfruten del domingo, amigos, no se preocupen tanto por problemas que no son vitales para su existencia y no se olviden de que las almas puras son siempre capaces de seguir tarareando canciones alegres en su interior mientras el sol les lame la cara. Felices nuevos 15 años.
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