La falsedad de la economía colaborativa

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El siglo XXI estaba predestinado a marcar un antes y un después en todos los modelos socioeconómicos conocidos hasta el momento. La tecnología iba a resultar tan transformadora como lo fue a principios del siglo XX con la revolución industrial y, de hecho, tomó el protagonismo del cambio de era ya antes de empezar. Recuerden, sino, el famoso y temido Efecto 2000, que iba a provocar que las máquinas más obsoletas se bloquearan al no estar previstas de la capacidad de contar en su calendario con más hojas que la de aquél 1999.

Finalmente el apocalipsis tecnológico al cual nos abocábamos sin ser conscientes no fue tal, y quedó en poco más que una gran idea para los guionistas de series que, oportunismo no les faltó, como Los Simpson, Futurama o Compañeros. Lejos estábamos entonces de la llegada de los smartphones, hasta el momento codiciados objetos de ciencia ficción, que Apple y Blackberry consiguieron democratizar, sobre todo a partir de 2008, cuando entre el tímido catálogo de Apps que empezaba a proliferar, se consiguió ganar un hueco un bocadillo verde llamado Whatsapp.

Pero fue durante la segunda década de este siglo (pese a que escrito así parezca que nos podamos referir a un tiempo muy lejano, esta empezó hace 8 años) cuando la transformación se tradujo en llegadas de empresas de la malconocida como “economía colaborativa” encarnada en empresas que nacieron con una historia muy romántica, pero que han acabado por transformar nuestra sociedad en pocos años. Hablamos de Aribnb, Uber, Glovo, BlaBlaCar…

Todas ellas nacieron con la idea de que un particular ponía a disposición de otro algo que había conseguido con su esfuerzo a cambio de poderle sacar un pequeño rendimiento económico, permitiendo al “cliente” (nombre que, por cierto, nunca aparece en la descripción de estas plataformas) acceder a una habitación, un transporte o un servicio a un precio que, en teoría, debía ser más económico que un negocio tradicional.

Sin embargo, esta idea que, teóricamente, estaba cargada de inocencia y que permitiría a una parte acceder a servicios con más facilidad y, a otros, conseguir un sobresueldo más que necesario, degeneró en una economía fuera del mercado regulado que ha acabado transformando ciudades, echando a vecinos de sus casas de toda la vida, poniendo al sector del taxi en pie de guerra y creando una generación de esclavos que bajo el paraguas de algunas empresas que prometen “traerte todo lo que quieras en unos minutos”.

Los últimos en saltar han sido los taxistas, quienes han decidido que, mientras no encuentren solución a la competencia que les ha llegado a partir de esta extraña “economía colaborativa”, bloquearán las principales ciudades españolas. Una problemática que, por cierto, en Ibiza ya se daba desde hace al menos 10 años, antes de la llegada de estas Apps, en forma de “Taxi Pirata”. Obviamente, es muy difícil justificar algunas imágenes que han dado la vuelta al país, como la de un conductor de Cabify pidiendo a los taxistas que, por favor, no le destrozaran el coche, por el simple hecho de que en su interior viajaba un niño o las numerosas berlinas negras que estos días llenan las redes, los diarios y los informativos con un cristal roto y una pintada en el lateral. Pero quitando estos altercados que, esperemos que sean la anécdota dentro de todo lo que está pasando, los taxistas han plantado cara a un modelo que va mucho más allá de un simple servicio que les hace competencia, y el Gobierno tiene ahora la pelota sobre su tejado para entender que lo que decida ahora con los VTC vía App, marcará su postura ante decenas de negocios que están cambiando el mundo, probablemente a peor, amparados por una legislación que viaja en tractor para perseguir a la tecnología subida en un Ferrari.

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