Reseteando

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Decimos que necesitamos desconectar, pero no lo hacemos. Las playas, los restaurantes, las calles y los dormitorios se llenan de autómatas pegados a las pantallas de sus teléfonos. Son lo último que miramos antes de acostarnos, lo primero que cogemos al despertar y nuestro entretenimiento en retretes, salas de espera y sobremesas. Estamos enganchados, enchufados continuamente y nos pinchamos con el mono de la foto más creativa o el atardecer más impactante. Exhibimos sin pudor lo que comemos, lo que vivimos, dónde vamos, qué sentimos e, incluso, recodos de nuestros cuerpos otrora secretos, pintando las verdades de filtros y usando aplicaciones para que nuestras vidas y nuestras curvas parezcan más rectas. Y al final, las vacaciones, los fines de semana y las tardes de amigos lo son solo a medias. No nos aburrimos y en este estado de hiperactividad e hiperconectividad al que nos hemos sometido no tenemos tiempo de crear, de urdir sueños ni de pensar en el sentido más amplio de la palabra.

Tenemos la necesidad imperiosa de mostrar lo que vemos y de recibir palmaditas por ello, en vez de vivirlo, de respirarlo, de parar y de sentir cada instante de felicidad, y lo peor es que esta droga legal, silenciosa y lenta nos está enganchando a todos sin remedio.

Cada vez hay más accidentes por usar los teléfonos mientras conducimos, por cruzar los pasos de cebra sin mirar y por no ver más allá de nuestras narices. Las vacaciones no son reales porque consultamos compulsivamente el correo electrónico, respondemos emails, llamadas y mensajes hasta del apuntador y, no contentos con ello, nos pasamos el día picoteando contenidos web, vigilando vidas ajenas y exhibiendo las nuestras. La intimidad llora agazapada en un rincón de nuestro pasado y son muchos los que a veces tenemos que llegar a pactos para que por un día los momentos de complicidad se queden entre nosotros.

Las vacaciones deberían ser un cóctel agitado por grandes lecturas, abrazos, descubrimientos, descanso de mente, cansancio de cuerpo y la guinda de la confirmación de lo que es realmente la felicidad: esa sensación frugal de que viajas en la dirección correcta. Hoy les invito a desconectar de verdad, estén o no de vacaciones, a resetearse, a marcharse a otro pueblo o a otra isla, no hace falta irse muy lejos para sentirse fuera de nuestras rutinas, y a convertirse como decía Emily Brontë en los niños que fuimos otra vez, medio salvajes, intrépidos y libres, realmente libres.

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