Desde muy pequeña me he sentido afortunada por haber sido parte de la primera generación de españoles nacidos al amparo de la Constitución Española, o lo que es lo mismo, de la primera añada de ciudadanos llamados a crecer en un país seguro y libre.
En mi colegio, de monjas católicas y apostólicas, nos explicaron desde muy pequeños la importancia de la Carta Magna, un libro mágico construido entre todas las fuerzas políticas incipientes de una transición compleja y desarmada, que cumpliría años a nuestro lado para seguir avanzando y adaptándose a la sociedad, porque estaba “vivo”. La explicación de este don era tan etérea como la de la visita del Espíritu Santo a la Virgen María, pero la pasión con la que nos desgranaban que aquel libro era mucho más que una consecución de hojas, ya que garantizaba nuestros derechos y deberes, se nos grabó a fuego lento. Cuando cumplimos diez años nuestro centro escolar fue seleccionado para acudir al Congreso a celebrar juntos nuestra primera década de vida. Aprendimos que para dirigirnos a los diputados debíamos enunciar una extraña frase: “Con la venia, señoría”, con el fin de pedirles permiso para intervenir. Un aforismo latino del que me quedé prendada y que comencé a usar en todo tipo de contextos. Ya en aquella tierna infancia desarrollé cierto enamoramiento por las palabras nuevas y desconocidas y un tic pedante para integrarlas en mis conversaciones. “Con la venia, mamá, ¿podría justificar por qué no he podido hacer los deberes?”; pero la delgada línea que separa la inocencia del sarcasmo se colaba con fuerza en aquellos intentos de integración cultural de los que no extraía nada bueno. De hecho, a pesar de que fui la alumna escogida por mis compañeros para hablar aquel día en el Congreso, mi rebeldía me quitó, como a Marisol en “Tómbola”, todos los galones y me relegó al puesto de mera espectadora de un escenario donde por fin podría usar aquella frase contextualizada. El berrinche me duró poco y seguí encantada de ser “hija de la Constitución”, como nos apodaba Don Jesús, un profesor maravilloso que nos enseñaba canciones cuajadas de nuevas palabras impresionantes y que nos descubrió anacoretas de la talla de Dalí.
A los 18 años el Gobierno nos envió un regalo; una Constitución dedicada por nuestro cumpleaños coincidente. Cumplíamos la mayoría de edad y fue en ese momento cuando me enfrenté a sus contenidos y decidí saber qué tenía de especial aquella Norma de las Normas. Reconozco que me perdí entre sus páginas y que no fue hasta segundo de carrera, al diseccionarnos con ahínco el sistema judicial y su importancia en la asignatura de Derecho Constitucional, cuando empecé a encontrarle sentido. Fue algo parecido al descubrimiento de las integrales, ese día en el que pasan de ser un misterio a resolverse solas como por arte de magia.
Mi profesor de derecho, Enrique Riera, el mismo que me entregó un listado de libros para hacerme persona y leer de forma dosificada durante 30 años, me recomendó beberme por aquel entonces “La España Invertebrada” de Ortega y Gasset, para entender por qué tenía tanta importancia contar con un garante legal tan longevo. Con él me invitó a repasar la historia real de nuestro país desde todos los prismas: “no solamente desde el simplista que te han contado en el colegio, con unos ganadores y unos perdedores, sino la historia que se ve desde arriba y que muestra todas las verdades”. Aquel erudito nos recordó quiénes éramos, la suerte que teníamos que haber nacido en 1978 al amparo de la Constitución y por qué, como periodistas, podríamos contar realmente la verdad. Enrique Riera era un hombre que hablaba de nuestras “fuentes” como de vacas sagradas, para quienes contrastar la información era una religión, y que nos recordaba siempre que esa Carta Magna defendía el derecho a la información desde la verdad y el rigor, como nada ni nadie lo había hecho antes.
Este año, mientras me adentraba en “Anatomía de un Instante”, de Manuel Cercas, Enrique Riera volvió a sonreír triste en mi memoria. Él se fue de repente, a los 54 años víctima de un infarto que nos dejó huérfanos, sin saber que hoy serían muchos quienes en su 40 aniversario repudiarían su Constitución; la mía y la nuestra. Son los mismos que parecen haber olvidado el fin primordial de esta fiesta de la libertad que habita en sus 169 artículos y 11 títulos. Esos que tal vez no sepan que esta norma suprema de nuestro ordenamiento nació dispuesta a adaptarse y a ampliarse para seguir garantizando los poderes públicos y ciudadanos. No disparen al mensajero, escúchenle, porque si se molestasen en leer sus contenidos sabrían que esa es precisamente su esencia y filosofía. De hecho, la Constitución se dibujó como la RAE, como un boceto, un documento vivo que debe actualizarse para ser un fiel reflejo de la sociedad y de su evolución, entonces, ¿por qué no le permiten crecer en vez de intentar aniquilarla?
Hoy, en el 40 aniversario de la Constitución, nosotros, sus hijos naturales, solo les pedimos una cosa: “con la venia, señorías, ya somos adultos, por lo que, simplemente, hagan su trabajo y permítannos a ambas seguir cumpliendo años en libertad. No se olviden de nuestra esencia: ambas estamos muy vivas y queremos seguir estándolo”.
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