Las Kellys

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Tienen nombre de muñecas y las muñecas destrozadas. Ellas son quienes en silencio hacen el trabajo sucio para que los turistas que nos visitan se encuentren cada habitación, reglada o ilegal, esperándoles en perfecto estado de revista.

Ellas son las que corren, las que cumplen con números que no cuadran, las que se dejan la espalda, las rodillas y la salud para, en la mayoría de las ocasiones, no recibir ni las gracias. Su nombre viene del juego de palabras “las que limpian”. Son las Kellys, quienes hace cinco años no se aguantaron más el dolor y comenzaron a gritar fuerte en todas las capitales de España. Ellas son las que hoy se manifiestan en cientos de rincones para recordarnos que exigen nada más y nada menos que sus derechos, los que llevan décadas pidiendo bajito. Hoy se revuelven y a golpe de caceroladas y pitos para reclamar el acceso a la jubilación anticipada, la vinculación de la categoría de los hoteles a la calidad del trabajo que generan, que se ponga fin a las externalizaciones y que se aumenten las inspecciones de trabajo. Nada que rechine, nada fuera de lo que rige el sentido común y nada que no merezcan. Una mujer de 60 años no puede hacer 20 habitaciones al día, porque esta es una tarea digna de un deportista, como te demuestran con esas modernas aplicaciones que todos usamos para calcular nuestros pasos y pulsaciones. Ellas te miran a los ojos y se dejan ver. Hablan alto y claro porque se les ha consumido la energía y el miedo y te cuentan historias de terror como jornadas maratonianas, contratos ilegales o sueldos de espanto.

Ellas, que se sientan a tu lado despacio, porque tienen reventadas hasta las uñas, te relatan cómo algunas veces encuentran heces dentro de un microondas, vómitos o preservativos pegados en los sitios más insospechados. Escenarios que no pueden limpiar en veinte minutos cuyos recuerdos no se desvanecen en días.

Pero, ¿cuántas veces se han puesto en su piel cuando se han alojado en un hotel? Hay veces en las que el hedor es tan insoportable que necesitan asirse un pañuelo borracho de colonia para poder respirar, y esto es algo que he vivido en primera persona. Con 20 años pasé un verano en Birmingham, supuestamente para mejorar mi inglés, y trabajé, sin contrato y con un trato vejatorio, en un  “bed and breakfast” donde todo mi instrumental de trabajo era un líquido sin nombre y las toallas usadas que dejaban los huéspedes. Al llegar a recepción me saludaban con un “buenos días estúpida española”, así, sin vaselina, y la última semana se negaron a pagarme, arguyendo que había robado a un cliente, con el fin de ahorrarse mi nómina. Total, yo no era nadie; una inmigrante que había cumplido su papel.

Fueron unos meses muy duros en los que encontré lámparas llenas de sangre, comida aplastada dentro de las sábanas y descubrí lo que es ser invisible para otros. Yo fui Kelly y hoy, por aquella que fui y por todas las que se despiertan cada día para hacer de este mundo un lugar más limpio, les ruego que les permitan dejar de ser muñecas rotas para jugar el papel que merecen y que cumplen. Hoy, que sabremos quién nos gobernará los próximos cuatro años, no se olviden de ellas, porque sin ellas sus campañas electorales peregrinando por ciudades de toda España hubiesen sido más sucias. Porque ellas se merecen que, por una vez, seamos nosotros quienes tiremos de la manta.

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