Prensa amarilla para Blanca

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Después de que Netflix nos sacase los colores con su documental sobre “El caso Alcàsser” y se nos encogiesen el alma y las tripas al ver cómo los medios de comunicación trataban 30 años después, con idéntica carencia de ética, las muertes de Julen y de Gabriel, ha tenido que volar Blanca Fernández Ochoa para poner de nuevo sobre la mesa las fauces carroñeras de la prensa ibérica. Una vez más, como periodista, les pido disculpas. Perdón por no haber aprendido nada en las tres décadas que separan aquel primer suceso difundido en clave de sensacionalismo y estos otros. Disculpen nuestro daltonismo informativo, ese que nos impide discernir entre la prensa de verdad, la que todos deberíamos componer, y sus versiones más negras, amarillas y rosas. No sé de qué manera manifestar mis más sinceras dispensas a los hijos, hermanos y amigos de quien fuera nuestra primera medallista olímpica, por haber transcurrido en la agonía de su búsqueda por pistas impracticables para la ética deontológica de la información.

Este artículo viaja entre cuatro pueblos perdidos: Alcàsser, Níjar, Totalán y Cercedilla, cuyos nombres tintinean en nuestra cabeza para demostrarnos cómo el morbo, las audiencias y la falta de escrúpulos pueden merendarse a los valores, a la formación y a la información a la que nos debemos. Convertidos por días, semanas o meses en platós, sus calles son hoy menos puras y cuentan las historias que nunca debieron desgranarse, las que ya no aportaban nada.

No es que los periodistas tengamos un juramento hipocrático, como el de los médicos, que nos obligue a respetar las líneas éticas a la hora de relatar qué es lo que ocurre y cómo se producen los hechos, pero sí que estudiamos las siete “W”, que nos instan a contar las cosas contrastando la información y añadiendo los detalles que se precisan, para garantizar el derecho a la libertad de prensa y al conocimiento de nuestros lectores, sin atentar con ello a los derechos y a la intimidad de sus protagonistas. Esta es la teoría de una profesión no colegiada, plagada de intrusos y en la que los sueldos mileuristas y las sombras nos hacen caminar cada día peligrosamente entre la precariedad y la desmotivación. Por un titular un mundo y por cientos de visitas a nuestra noticia, hoy mercadeadas a golpe de clic, un ducado.

En 1992, el mismo año en el que Blanca Fernández Ochoa se convertía en la primera mujer de nuestro país en hacerse con una medalla olímpica de bronce en Albertville, se producía un triple crimen en un pequeño pueblo valenciano. Hoy ellas, la esquiadora más risueña de todos los tiempos y aquellas tres tristes niñas, Miriam, Desirée y Toñi, comparten un capítulo de la novela más deshonrosa de nuestra profesión. Esa que analiza Netflix haciendo pensar al espectador, sin inocularle ninguna opinión previa, como muestra ávida de lo que es el periodismo: dar voz a las fuentes, de igual manera, sin aportar pensamientos ni sesgar sus discursos.  

Estos días el fantasma de Nieves Herrero me ha mirado desde otros ojos, los de reporteros, directores de informativos, conductores de programas de actualidad o redactores de crónicas largas e innecesarias. Las lágrimas de los que se quedan no son noticia, señores, y la telebasura, la explotación del dolor y la vulneración de cualquier ética periodística en defensa del ‘prime time’, continúan asqueando a espectadores, lectores y periodistas que nos negamos a sumarnos a quienes convierten nuestra profesión, la que debería erigir libertades y abrir los ojos, en tumba del respeto.

En 1992 hubo quienes no supieron hacerlo de otra manera, como reconoce el propio Paco Lobatón en un documental que les recomiendo ver. Hoy, 27 años después, no hay excusas para vestir a Blanca de colores. Descansa en paz, si te lo permiten.

 

 

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