Se ha democratizado volar y hoy todos podemos despegar hacia el destino de nuestros sueños. Viajar ya no es la quimera de unos pocos y cada día somos más los locos que esparcimos nuestros ahorros en destinos exóticos, culturales o mágicos, porque hemos decidido que la mejor hucha son nuestros recuerdos, y que cada vivencia que experimentamos se convierte en el mayor tesoro que podemos dejar como impronta.
Ya no guardamos el dinero en nuestros colchones de látex y no nos fiamos de los bancos. Médicos, curas, maestros, alcaldes o policías han dejado de ser consideradas figuras de autoridad, y los niños son hoy los tiranos que nos gobiernan. Han perdido el respeto incluso a sus padres y exigen ser tratados como príncipes maquiavélicos en vez de emocionarse con cada pequeña cosa, seña de identidad de la edad de un dígito.
Nosotros, los que hoy surcamos los cielos, sabemos lo que eran infancias reales; esas de bicicletas en verano, tardes jugando al bote en el parque, bocadillos de chorizo, o de lo que hubiera, flashes en vez de helados y caprichos los justos. Los que construimos cabañas inventadas en rincones secretos fuimos educados para ser felices, dando las gracias y callando cuando los adultos hablaban y asumíamos con naturalidad qué sitios eran para infantes y cuáles nos estaban vetados.
Hoy, sin embargo, parece que el mundo es de quienes no superan el metro y medio, y de aquellos que les han ungido con ese cetro de oro, y que decidir ir a un restaurante, a un hotel o a una piscina solo para adultos es un sacrilegio de quienes pretendemos crear un mundo amoral en el que ahuyentamos las pataletas y los gritos. Nada más lejos de la realidad puesto que, aunque la memoria no les alcance a recordar, nosotros tampoco vivimos actividades consideradas “para mayores” y nadie puso el grito en el cielo. ¿A cuántas bodas no fuimos, cenas, fiestas o escapadas? ¿Fueron los nuestros malos padres o seres sectarios por decidir diferenciar espacios y evitarnos lugares en los que no podríamos correr a nuestro antojo o comer con los codos anclados a la mesa?
Quienes esgrimen estos argumentos son los mismos que se definen como liberales mientras lanzan las correas del moralismo que envilece y apestan, venga del lado que venga, ya sea del carril de la derecha o de la izquierda. Son esos que vapulean a los que no pueden o no quieren dar el pecho y también a quienes escogen hacerlo hasta que sus hijos tienen dientes, los que ofenden a quienes profesan una creencia y también quienes la imponen, y los que defienden, en esencia, la libertad y los valores de unos pisando a otros. Esos que no recuerdan cómo era subirse a una morera para coger hojas con las que alimentar a gusanos destinados a desaparecer para ser mariposas, y quienes no sabrán tal vez nunca por ello de dónde viene la seda.
Hoy, los que nunca se emocionaron viendo a escondidas una lluvia de Perseidas tirados sobre la vía de un tren, no entienden que hay lugares que no son para niños, del mismo modo que hay rincones en los que los adultos ya no cabemos. Pero cómo vamos a explicar a personas que nunca han leído el Principito la magia de una rosa, la esperanza de una pérdida o la tristeza de una noche sin estrellas.
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